Una noche, en la espera del Año Nuevo, mi madre, mis hermanos y yo estábamos disfrutando el último día del año. Hubo una rica cena, risas, baile, abrazos y lágrimas. A las 12:05 levantamos nuestras copas pidiéndole a Dios vida, salud, felicidad y paz para el nuevo año 1988.

El 6 de enero, Día de Reyes, mi madre sufrió un derrame cerebral. Nunca abrió sus ojos y falleció días después. Cuando mis hermanos y yo recibimos la noticia, sentí rabia y un dolor inmenso, como si mi corazón se rompiera en pedazos. En ese momento corrí hacia la calle, miré al cielo y le grité a Dios:
—¿Por qué te llevaste a mi madre? ¿Por qué no la salvaste?

Fue una noche de terror, en la que no entendía lo que estaba pasando. No aceptaba que, a mis 11 años, había perdido a mi madre; que nunca más la abrazaría. En sus brazos me sentía amada, protegida y feliz. Nunca más volvería a sentir el olor de sus manos, de su ropa, de su perfume o de su comida… Nunca más escucharía su voz, sus canciones: una melodía dulce pero triste.

Mi madre nos cantaba una canción en la que expresaba su tristeza y su dolor.
Ahora, que soy una mujer madura, entendí que aquella triste canción era su canción de despedida

-Adela Climastone